Los libros tienen vida. Esto lo saben quienes viven en librerías y poseen bibliotecas de cualquier tamaño, como también los que tienen libros de cabecera o releen historias que les permiten viajar en el tiempo o abstraerse del entorno asfixiante de una cuarentena.  

Hace muchos años, recibí un libro de regalo (realmente es un regalo para quienes aún apreciamos los libros impresos), pero no fue cualquier libro. El acto mismo fue singular. Un viejo amigo sacerdote, sabiendo de mi apego por la lectura y la historia, me permitió entrar a la antigua biblioteca de su congregación y darme la dicha de escoger entre todos esos libros, que resumían conocimiento e intelecto de cientos de años, el libro que quisiera. Yo me sentía cual niño en una dulcería.

Y entonces fue que elegí unos cuatro que me cautivaron por su antigüedad y por el nombre escrito en el lomo de cuero, a tinta. No tuve mucho tiempo de leer los lomos, por el paso del tiempo y el tipo de letras en que estaban escritas.

Cuando estuve en casa los coloqué la gaveta de mi escritorio. Estaba muy feliz, como si hubiese encapsulado un pedazo del tiempo en ese cajón. Lo abría de rato en rato y miraba esos libros imaginando cómo fueron escritos, cómo se veían los autores, el contexto, el lugar, la manufactura de sus acabados, el cuero, el repujado, las amarras (que aún conservaba) y cómo habían llegado al Perú recorriendo mares y largas travesías. Cuántos rostros y voces quedaron impregnadas en esos centenarios cueros. Sentía un enorme privilegio al tenerlos conmigo; yo, un humilde amante de la historia que había aprendido a valorar los libros antiguos cuando iba a la Biblioteca Nacional y, con su carné de investigador, accedía a los libros del siglo XVII y periódicos del siglo XVIII para pasar horas viajando en la historia, escapando del espantoso ruido de la Avenida Abancay.

Pero de los cuatro libros, uno llamó poderosamente mi atención, en principio porque tenía una portada hermosa en su primera página. Una carátula deslumbrante hecha en grabado que presentaba el título del libro, todo en latín: “Commentaria in tit. De aleatoribus D. et C.”, el año: 1625. Un extenso tratado sobre el derecho y los casos de la época escrito íntegramente en latín, con tablas y glosario de términos al final. Confieso que aprender el latín, aunque sea una lengua muerta, es definitivamente una llave para descifrar el pasado, pero yo no lo sé.

"Una carátula deslumbrante hecha en grabado que presentaba el título del libro, todo en latín: “Commentaria in tit. De aleatoribus D. et C.”, el año: 1625."

Cuando volví a ver la portada y los detalles leí el nombre del autor y me encrespé: Pedro Pantoja de Aiala. Sí, de Ayala, es decir, un ancestro mío del que lo único que sabía entonces era su autoría. Sin embargo, fue otra cosa la que llamó más mi atención. Alguna vez había ido detrás del origen de mi apellido paterno, del que solo sabía que era vasco y tenía una historia hidalga. Descubrí que su blasón tenía a dos lobos negros estampados en un escudo de plata con bordes rojos y ocho aspas en oro. Y así reconocí el escudo de los Ayala, estampado en la parte inferior izquierda de la portada del libro de Pedro, ligeramente afectada por el inevitable paso de los siglos. Ahí le agarré cariño a este libro y lo conservé con afecto singular: “La sangre llama a la sangre”, dije. Lo cerré y lo atesoré.

"Descubrí que el blasón ayala tenía a dos lobos negros estampados en un escudo de plata con bordes rojos y ocho aspas en oro."

Dejé el tiempo pasar y lo puse a buen recaudo. Hasta que un día, cuando trasladé todos mis libros a su nuevo hogar, recordé mi tesoro. Fue entonces que lo saqué de la gaveta y lo coloqué junto a Herodoto, mitología griega, la maravillosa novela de la Búsqueda del Santo Grial, un compendio de Historia del arte, Proust, la valiosa Crónica y Buen Gobierno de Huamán Poma de [adivinen] Ayala (otro ancestro, aunque más cercano, quizá el eslabón entre los Ayala peninsulares y los Ayala del Nuevo Mundo).

De Pedro Pantoja de Ayala poco se sabe hoy. Lo único que se halla de él, de primera mano en la Internet, es que fue un destacado hombre de leyes reconocido en la historia de la ciudad de Toledo, como un “entendido canonista”, según la Crónica General de España.

Yo de leyes no tengo vocación, querido Pedro, pero sí puedo asomarme a esta simple crónica para reconocer tu hermoso libro que hoy tengo en manos y de los que, hasta donde sé, quedan solo tres ejemplares: uno en la Biblioteca del Fondo Antiguo de la Universidad de Salamanca (España), otra que venden en el mercado negro por Internet y, finalmente, la que tengo en mi humilde biblioteca.

Es cierto, los libros tienen vida y, por ende, también sangre. Hoy tu libro está junto al de otro Ayala: Felipe Guamán, alguien que -apelando a la justicia que tuviste como fin- denunció las atrocidades del virreinato español en estas tierras. Quizá no supiste de él. Fue, ante todo, un artista, pionero de la ilustración como evidencia en América. Don Pedro Pantoja de Ayala, luego de 395 años, tu historia fue contada en esta crónica. Tranquilo, uno de tus libros está en casa, estamos "en familia". Por cierto, dale un abrazo a mi viejo.