He tenido azotea desde que recuerdo. La existencia de estos espacios, a veces comunes, a veces propios, va convirtiéndose en el pasado de una Lima cada vez más perfilada con edificios de 30 pisos a más que han eliminado la idea de las tradicionales azoteas y simplemente ya no las tienen. Y es que Lima, debido a que sus lluvias son simples garúas o lloviznas, siempre tuvo sus techos planos dispuestos como escenarios perfectos para tender la ropa a secar, jugar con tus vecinos del edificio o, en el mejor de los casos, subir con la persona de turno para darle tiernos besos, entre otras cosas. 

Para mí, la azotea era el lugar donde me encontraba con la ciudad. Desde el tercer piso de mi primera azotea podía ver muchos lugares y referencias de esa Lima que aún era plana y dejaba ver sus cerros, su morro y su isla. Luego, como un sello, a todos los demás lugares que me mudé, siempre hubo una azotea (como también un balcón, pero esa es otra historia).

En mi azotea de la infancia jugaba con mi perro y todas las demás mascotas que tuve a su vez. Jugaba al Mundo y me escapaba del mundo también. Esa misma azotea está relacionada también a la época del terrorismo y la violencia política. Cada vez que un apagón sumía en la penumbra a la capital mi “refugio” era la azotea, en donde acostumbrábamos subir con mi mamá o mi papá para ver cómo Lima pintaba su silueta negra en el horizonte de noches, increíblemente estrelladas, sin contaminación lumínica; y de pronto aparecía la temible hoz y el martillo del Partido Comunista del Perú dibujada con antorchas en los cerros, en medio de sonidos de bala, ambulancias y sirenas policiales.

Imagino que no era yo el único. Muchos aprendimos a disfrutar nuestras azoteas mirando al cielo de Lima y ver algunas constelaciones, como la Cruz del Sur, las Tres Marías, como también esos cúmulos de miles de millones de estrellas que dan una apariencia lechosa y que se le conoce como Vía Láctea. Sí, todo eso era posible, mientras te abstraías de la violencia y el terror que tus padres ya no podían esconderte con historias para niños. Eran tiempos de toque de queda y solo te quedaba contemplar el ruido y los olores de una ciudad, cuyo enemigo voraz se llevaba a tus parientes y vecinos en un camión portatropas y nunca más los volvías a ver.

De toque a toque

Tres décadas después, el edificio en el que vivo también tiene una azotea, un espacio que he continuado viendo como ese mirador de una ciudad que crece de manera incansable, con diferentes siluetas. Pero hoy no son los apagones los que me llevan a refugiarme en ella y mucho menos los cielos estrellados, pues las estrellas se dejaron de ver hace mucho entre tanta luz artificial. Una pandemia global sin precedentes nos confina a quedarnos en casa, como la única salida para evitar su propagación; y, desde esta azotea, cual palco, me he permitido ver cómo la gente ha recuperado estos espacios destinados al tendedero y el lavado de ropa. Hoy, como ayer, me encuentro frente a un nuevo toque de queda, pero veo a gente subiendo a sus techos a jugar con sus mascotas, a hacer parrillas, a tomar sol, a leer, a ver el espectacular ocaso de estos días de otoño; como también veo al romántico violinista que cada noche toca piezas de Chopin, Mozart y Beethoven, calmando el perturbador sonido de las ambulancias, y al que desde algunas anónimas ventanas le aplauden al promediar la medianoche.

Hay quienes aprovechan la azotea para observar más la quietud de una ciudad reclamada por los pájaros y loros que revolotean en los árboles del parque y de las calles, mientras practican yoga o entrenan, a falta de gimnasios, espacios para correr y centros de crossfit. Pareciera que hemos retrocedido, pero increíblemente, hemos ganado un espacio para un reencuentro personal esencial y valorativo. Lo que venga después de esto es de gran responsabilidad para el futuro de los que sobrevivamos.

Es cierto que este aislamiento para muchos es un encierro con el aburrimiento, la rutina y cuatro paredes que han exacerbado sus propios miedos y fantasmas, pero benditas sean las azoteas que aún existen para evitar la calle sin dejar de tener el aire libre a la mano y hacer de ellas un espacio de regocijo, de escape, de conexión con el infinito a través de ese renovado cielo y mirar con esperanza el futuro de la humanidad frente a este enemigo que nos ha separado a fuerza de muerte. Y no, esta no es una apología a la ostentación de azoteas del tipo privilegiadas, en donde el nombre ha sido reemplazado por ‘área múltiple’, con piscinas, gimnasios y salas de reuniones. Vivo en un barrio popular donde, afortunadamente, existen azoteas y techos que la gente ha vuelto a valorar como refugios urbanos auténticos.