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Había una vez en los ochentas

Nostalgia, violencia y fragmentación en “Viaje a Tombuctú”.

Publicado: 2014-05-30

Una gran responsabilidad implica el ejercicio del cine como herramienta de la memoria de un país. Y al Perú, hace tiempo, le viene faltando un cine que, como en Argentina, Brasil o Chile, plasme en el ecran la realidad vivida y aquello que se espera no repetir tras la violencia política y social. Un cine de desaparecidos, de muertes sin esclarecer, de injusticia y ausencia de derecho, que evidencia la fragilidad humana lejos de la noción de ciudadanía frente al imaginario de nación, progreso y desarrollo del discurso político. Todo ello, plasmado en una corriente cinematográfica es, hoy por hoy, un terreno aún inexplorado. Nuestra más reciente época de violencia y terror ha producido películas que intentaron retratar el desgarro, el miedo y la miseria en la que estuvimos sumidos; sin embargo, la valla siempre ha sido alta, pues no hemos dejado de tener una mirada muy capitalina de la violencia política en la sierra y la selva, hasta que nos tocó las propias fibras limeñas y, con todo, fue difícil mostrar ese factor testimonial que plasmara el mayor desangramiento de nuestra historia contemporánea. 

“Viaje a Tombuctú” es la última aproximación a los ochentas del terrorismo y la violencia política en el Perú. La producción tiene impreso este carácter autobiográfico y testimonial de los que vivimos el auge de Sendero Luminoso y el MRTA. En tal sentido, Rossana Díaz Costa nos muestra la ingenuidad de un grupo de niños del balneario de La Punta confrontada por la violenta realidad y la incertidumbre frente a la crisis económica y social del Perú ochentero. No se le han escapado detalles como los perros muertos colgados de los postes, las transmisiones periodísticas, los discursos presidenciales, los apagones, los toques de queda, las batidas y el nefasto ataque a la Isla de El Frontón en el primer gobierno de García. Y, precisamente, estos detalles constituyen los ejes que tiran de las extremidades de un tema central: la relación afectiva entre dos niños que se prolonga hasta la adolescencia y en la que el viaje imaginario se convierte en el sublime refugio a la violencia.

Pero lo que atraviesa todo este conjunto de relaciones humanas (amicales y familiares) -y que bien están impresos en el guión de “Viaje a Tombuctú”-, es el miedo en toda su dimensión. Y aquí reconozco, como espectador y, además como testigo de aquella época, lo complicado que significa plasmar el miedo de los ochenta en una película estrenada en un contexto de producciones nacionales abocadas al humor por el humor y en el que las retrospectivas han sido bastante esencialistas. Pedir seriedad para dar lugar a la memoria es bastante arriesgado en tiempos de ‘Asu mare’. Pero es algo que no pasa con esta película, que ha milimetrado cada detalle y ha esquivado otras pretensiones para preponderar el diálogo, los sueños y la idea del viaje como salida a destinos tan inusitados, como Tomboctú, en África, en la mente de dos niños tan ajenos y tan expuestos a la violencia. Un escape que todos buscan de alguna manera y, en el caso de los protagonistas encuentra un matiz de esperanza en los paseos en bicicleta, en bote o dibujando aviones en el cielo litoral limeño.

Sin embargo, quizá los únicos desequilibrios que tiene “Viaje a Tombuctú” ocurren con algunas actuaciones que, aun cuando se entiende que la directora buscaba la naturalidad, descompensan un tanto la línea por la que bien te lleva el guión. Un tema que, afortunadamente, no desmerece la carga de sentimientos encontrados que juegan a favor y te deja esta película hacia el final. Como recalco, tiene escenas logradísimas y efectivas, como las de la navidad familiar, los amigos del barrio mirando hacia la Isla de El Frontón, desde el malecón de La Punta, tras la matanza de la noche anterior, los diálogos en el bote en medio del mar y el tenso encuentro con el rostro de la violencia y el dolor. La película de Rossana Díaz Costa es una visión paradójicamente nostálgica y fragmentaria, donde los anhelos se funden bajo el cielo gris de una Lima en crisis.

Una ópera prima auspiciosa, sin duda, y que vale la pena ver con un sentido real de una historia inacabada y disfrutar la belleza de varias de sus imágenes, como de su impecable y precisa banda sonora. Saludo aquí la excelente presencia y el trabajo de don Enrique Victoria, tremendo actor que no pasa desapercibido en este film, aun cuando sea secundario; como también la valiosa participación de los experimentados actores que acompañan este “viaje” a una época que aún no ha cicatrizado. Ojalá tengamos más miradas sobre la violencia política y el terror a través del cine peruano y podamos (re) encontrarnos con ese pasado que esperamos no vuelva a escribir las páginas de nuestra historia. Pero, antes, conozcámoslo.


Escrito por

Kristhian Ayala Calderón

Comunicador social y profesor universitario. Magíster en Estudios Culturales. Jefe de comunicación corporativa. Historias urbanas.


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